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Hechicero

Mamá, no quiero ser pulpo

Mamá, no quiero ser pulpo Pequeño, con barba, traje de ejecutivo y con una amplia sonrisa siempre en sus labios. Es Nemesio, el comercial de una empresa del sector eléctrico de la zona. Él siente la irrefrenable necesidad de dedicar jornadas de su asueto a la pesca. Será por su naturaleza, por respirar la brisa marina, o por aburrimiento, pero el caso es que se lanza caña en ristre en busca de una lubina con la que armar una cena y presumir luego ante familiares y conocidos.

Él ayer me contaba la siguiente anécdota. Ocurrió en Vigo, su ciudad natal. Durante la madrugada de una noche de verano, un padre y un tío pescan con potera en compañía de su hijo y sobrino respectivo.

El interés de estos se centra en los calamares, pero los pinchos del niño prenden en un desafortunado pulpo que pasaba por allí. Los dos caballeros abandonan sus artes y se lanzan a por las del niño y su correspondiente cefalópodo.

El padre, tenso como el capitán Ahad cuando le echa el ojo a Moby Dick, dictamina que para acabar con la vida de estos animales hay que morderlos entre los ojos; así que no duda un instante en aplicarle la dentamia al bicho. Poco después es el tío quien toma la iniciativa y concluye que no, que para matarlos hay que golpearlos contra una roca; y allá que se ponen los dos haciendo del pulpo una estera.

Como todavía les pareció poco el castigo, ambos comenzaron a dar frenéticos saltos sobre el animal como si estuviesen cerrando una maleta.

El niño, que los observaba callado, encontró un hueco en la matanza para expresar sus deseos: “Yo lo quería para un acuario”. Los hombres se miraron estupefactos, y un quinto personaje, que había sido testigo de la tortura, aventuró la posible solución: “¡Rápido! ¡Que alguien llame a un veterinario!.

La pregunta que me hago es si el veterinario llegaría a tiempo.

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